viernes, 5 de agosto de 2016

5.779 kilómetros de nada

Hielo, eso era lo único que la acompañaba una noche más en aquella sala, sola, helada, en el único lugar que era de ella y donde ella era ella en verdad. La princesa en la sala de los cuchillos de hielo, ella y su soledad, para mucho un lugar desolador, para ella el escenario donde cada día había una actuación y donde cada noche los sueños cobraban vida. Esa noche no era una excepción, tumbada entre las blancas sábanas volvería a soñar despierta hasta dormirse, a recorrer aquellos kilómetros que la separaban de su sueño; con los ojos cerrados atravesaba aquel mar que no era sino un charco, buscaba por las calles y edificios de la ciudad que no duerme, sin cansancio, sin desesperarse, paso tras paso hasta dar con él. El invierno se alejaba, pero el frío persistía y en medio de aquel lugar tan lleno de vida aún congelado estaba él, su ángel de mármol y hielo que estaba sin estar y sentía sin latir, parecía casi tan real como las personas que metros más abajo caminaban en busca de un bar donde pasar un rato, de vuelta a su casa o a la de cualquier extraño, sólo por diversión, sólo por descanso, pero los motivos que la movían a ella eran mucho más profundos. Noche y día podía pasarse viajando constantemente en su mente, cada vez un sueño más real, tanto que deseaba acariciarlo, ver si el mundo es como dicen o las leyes de la física se pueden romper, quería comprobar que no existen imposibles, que estos se vencen, pero aquel sueño parecía más lejano de lo que la gustaba creer y lo sabía, lo sabía aquellas noches en las que no viajaba, en las que se dormía sola tras llorar con una cálida sonrisa en medio de su sufrimiento, porque él causaba eso, era la razón de su existencia, su escudo, la única persona a la que nunca había mentido, compañeros del mayor viaje sin moverse de su casa como sombras que aparecen a placer en medio de una calle, cuando el dolor aparece o cuando uno se cree morir, como el viento que empuja a los barcos él la daba fuerzas, la hacía ver que el camino era simple, pero eso no podía evitar que tuviese un deseo mayor, algo simple, algo reconfortante, algo humano, un simple abrazo.
Así pasaba las horas muertas y vivas entre la realidad y el sueño, entre cosas sin importancia y el viaje de su vida, noches sin dormir preocupada, noches durmientes sin descanso y noches que deseaba que nunca acabasen, aquellas en las que era él quien aparecía cuando ella no podía dormir y sus invisibles brazos la rodeaban, podía sentir su aliento a través del espacio, sus pensamientos siempre guardados en su corazón como el mayor de los tesoros. Noches en las que la vida se paraba, el espacio y las líneas del mapa se borraban, en un universo sin tiempo y espacio, sin gente o preocupaciones, sólo ellos dos, el reino de los sueños donde simplemente cerrando los ojos podía sentirle, no sólo sus brazos, no simplemente su aliento, podía sentir incluso sus labios, un simple beso y nada más ocurriría, pero con eso quedaba todo contado, todas las palabras dichas, todos los sentimientos expresados y dejaban de hablar, pues el ruido sobraba, sus mentes se entendían, sus almas danzaban juntas gracias al calor que unía los corazones lejanos y aquello era pura y simple calma.
Una noche más viajaba hasta allí, parecía más real que nunca el ángel tumbado sin dormir, su piel pálida bajo la luna, una estatua griega humana que nunca pasaba frío, tan perfecta que no parecía hecha por la mano del hombre y ella se preguntaba si en verdad sería real o todo había sido un sueño, si aquella figura era una persona y decidió romper cualquier norma establecida, acercó su mano y al tocarle sintió cómo atravesaba el hielo, él estaba allí, pero no ella. Supo que no había más que hacer y decidió volver a su sala de hielo donde aguardaría de nuevo hasta la noche, tiempo en que los sueños y la realidad se funden.

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